CHIAPAS Y SU
EXPRESIVIDAD METAFÓRICA
Por Óscar Wong
En plena frontera sur, entre el águila y el quetzal, se erige un
prodigioso registro literario que, lejos del regionalismo, y de su particular
ámbito limítrofe, demuestra la vigencia universal de su poesía y de su
narrativa; una propuesta estética que potencializa el vigor del cántico y lo
dimensiona, a través de sus voces trascendentales y renovadoras en la esfera de
las letras mexicanas. Pese a sus contrastes económicos y culturales, Chiapas ha
logrado erigirse como una zona notable por su discurso literario,
narrativamente vinculado con los grupos étnicos, como ocurre con algunos libros
de Eraclio Zepeda (en especial Benzulul)
o de Roberto López Moreno (Las mariposas
de la tía Naty, por ejemplo).
Algunos
autores sostienen que la geografía, el clima, la particular situación social
generada por la lejanía con el centro de la República y su ubicación limítrofe
con Guatemala y Centroamérica, así como el rico legado cultural prehispánico,
produce una sensibilidad especial entre los chiapanecos, que los hace
incursionar en la esfera de la literatura, el periodismo y la política. Con fray Matías de Córdova comienza,
prácticamente, la tradición literaria de Chiapas; es el introductor de la
imprenta y fundador del primer periódico, El
Pararrayos, de notable trascendencia porque a través de sus páginas
defiende la independencia de Chiapas y, más tarde, su incorporación a México.
Pero es indudable que Rodulfo Figueroa inicia la poesía contemporánea en la
entidad durante el siglo XIX; inmerso en el modernismo, sin dejar de ser él
mismo un romántico, el “padre de la poesía chiapaneca contemporánea” a finales
del siglo XIX aún aguardaba un apropiado estudio sobre su obra. El ulterior
desarrollo de la lírica de esta región fue importante: versificadores,
vanguardistas e introductores de diversos recursos estilísticos, como Armando
Duvalier y Santiago Serrano, hasta la irrupción de la actual presencia de los
autores que han dado origen a lo que ahora se conoce como los poetas de
Chiapas, una corriente dinámica, vital, representativa, que se inscribe en el
panorama de la literatura mexicana y, seguramente, universal.
La poesía de
Chiapas representa una espiral integrada, donde poetas y versificadores aportan
sus elementos estilísticos para conformar un mosaico diversificado. También
simboliza un círculo abierto que parte del siglo XVII, con fray Matías de
Córdova, prosigue con Rodulfo Figueroa, se extiende sobre los precursores de la
vanguardia, se amotina con los “espigos” chiapanecos –Eraclio Zepeda, Óscar
Oliva y Juan Bañuelos– y se abre a la precisión metafórica con Efraín
Bartolomé. Conviene señalar que la poesía representa un medio de comunicación y
de expresión. En su primera vertiente el poeta exterioriza sentimientos y
pensamientos, pero además –en su segundo aspecto–, expresa, líricamente, una
serie de valores connaturales al verso: el ritmo, la cadencia, símiles y
metáforas integran la tabla axiológica del poema. La poesía es imagen. Por lo mismo, en 1983 surge
la antología denominada Nueva poesía de
Chiapas; lo meritorio de esta compilación es la presencia de Joaquín
Vázquez Aguilar y de Efraín Bartolomé, principalmente, sin olvidar a Raúl
Garduño y Elva Macías, así como de las poetisas María y Socorro Trejo Sirvent.
Tres años más
tarde, Alfredo Pavón rescata la obra de los Jóvenes
poetas de Chiapas. A juicio del propio Pavón, la obra contiene elementos
característicos que identifican a estos ocho autores incipientes: 1)
Incorporación de figuras familiares, 2) La figura de la mujer y el amor
erótico, 3) Identificación del Yo; y 4) La naturaleza y la ciudad como marco
del sujeto poético. Los autores convocados por Pavón –Adolfo Ruiseñor (1962), Alejandro
Riestra (1954), Jorge Mandujano (1959), Uberto Santos (1960), Carlos H. Selva
(1953), Luciano Villarreal (1954), Uvel Vázquez (1963) e Israel González (1961)– acusan descuidos formales y
semánticos, constantes “debilidades técnicas, impotencia para sostener la
totalidad de sus textos. Y la no distinción entre los mecanismos poéticos y
prosísticos”; el propio Pavón califica la obra de estos autores como “textos
primitivos”. El estudio de Pavón presenta dos vías: el análisis interno
de cada texto, para determinar sus elementos estructurales, y el estudio de
conjunto de los poemas para ver cómo se integran, cómo ofrecen su visión del
mundo. Pavón se basa en la tesis de la categoría dominante de Tinianov, que
explica que toda obra particular se construye alrededor de un elemento
aglutinante que da sentido a los demás. Estos elementos son, justamente, los
cuatro marcados anteriormente.
Por supuesto
que coincido con la lectura de Pavón: en los ocho autores hay descuidos
formales y semánticos, pues aún no logran dominar el oficio, acusan de
constantes “debilidades técnicas, impotencia para sostener la totalidad de sus
textos y la no-distinción entre los mecanismos poéticos y prosísticos”. Pero a
pesar de estas objeciones, siento que hay una voz interior –si se desprende de
la de Sabines– en Jorge Mandujano (“del
fondo más espeso de los días/ de la sangre enardecida y desolada/ de la ola
teñida por la rabia/ de esta hora infinitamente amada por la espuma/ surges tú/
con tumbos reventados en las calles...“); hay un poeta en vías de formación
en Villarreal. Uberto Santos, quien aún no emprende el vuelo, acaso por estar
imantado a la obra de Efraín Bartolomé. Un poco más de lecturas y de cuidados
estilísticos harán que logren consolidar una obra madura y plena.
Dos libros más se agregan a estos
intentos de abordar la dimensión poética de Chiapas. En 1983, Raúl Contla G.
elabora El paisaje poético de Chiapas,
sin más propósito que ilustrar, con la
obra de 33 autores, las fotografías que caracterizan al trabajo, mientras que
María José Rodilla realiza una muestra limitada, y por lo tanto parcial, sobre
la literatura de la frontera sur. Cinco entidades surianas, entre ellas
Chiapas, son “estudiadas” bajo la simple óptica amistosa. Tiempo vegetal se refiere exclusivamente al siglo XX y su criterio
selectivo se basa en “ofrecer unos cuantos ejemplos de calidad”, aunque la
muestra es desmesurada si se advierte el parámetro indicado. Chiapas. Voces particulares, de Malva Flores, busca conciliar a la palabra
–“materia dispuesta y moldeable”– con la “coherencia de la estructura”. Es
decir, los autores que concurren en esta investigación tienen “más conciencia
conceptual de la escritura” como un corpus absoluto “que se funda en la
conjunción adecuada entre lo enunciado y la enunciación en sí, entre la fuerza
de lo dicho y la tensión de la escritura”.
Por su parte Leticia Coello ha
elaborado una mínima selección de poetas cuyos textos son, lamentablemente,
ancilares de las fotografías que ilustran el volumen. Rostros del chulel (Rostros
del alma) es un trabajo infame. La presentación tiene algunas incordancias
y, además, señala que Chiapas, “por su exuberancia, no desampara a nadie,
incluso a esa gente noble que se conforma con tan poco, los poetas chiapanecos,
precursores del paz y del sentir del pueblo”. Ninguna ficha curricular precisa
la trayectoria profesional de los 21 autores seleccionados.
Chiapas. Nueva fiesta de pájaros, de
Óscar Wong, resume un siglo de la poesía chiapaneca; sus consideraciones son
del orden estético, aunque pretende rescatar a diversos autores de la antología
de Paniagua. Se suma Árbol de muchos
pájaros. Antología de poetas chiapanecos del siglo XX, un muestrario
elemental, una compilación de textos mínimos que escuetamente agrega nombres,
pero no amplía el horizonte de calidad ni determina algún criterio selectivo.
Dinámica histórica
Movimiento armónico, intensidad
metafórica y descripción del paisaje. Tal los rasgos pertinentes de la poesía
de Chiapas, que se expresa en versos de diferente factura. Desde la actitud
becqueriana, tardíamente romántica de Rodulfo Figueroa en el siglo XIX, pasando
por el verso decantado de Rosario Castellanos hasta la áspera trepidación
entrecortada y la contracción sintáctica vallejeana de Vásquez Aguilar, sin
olvidar la precisión metafórica y la disposición plástica de Bartolomé, que se
desplaza por la invocación susurrante de Roberto Chanona para nombrar las cosas
y conjurarlas hasta tocar la revelación
de los mitos como expresión real, forjadora del reino del fuego y del silencio
para resguardar los enigmas, los estigmas del olvido, como sucede en Yolanda
Gómez Fuentes. Distante de los regionalismos, la tradición poética de la zona
demuestra la validez universal de estas voces caracterizadas por el sello
significativo y renovador. Una presencia que potencializa la reciedumbre del
canto y lo redimensiona, como una particularidad indefectible, en el ámbito de
la literatura universal.
Por
lo mismo, Rosario Castellanos se yergue, todavía, como una inteligencia
insuperable, incluso en el ámbito de las letras mexicanas. Abordó todos los
géneros literarios y no desestimó la cátedra ni el periodismo para dar cauce a
su preocupación fundamental: oficiar en el altar del conocimiento. Como poeta,
desde Apuntes para una declaración de fe
(1948) hasta la compilación de su obra Poesía
no eres tú (1972) supo enfrentar su vocación con entereza, superando la
confesión personal, las particularices intimistas. Por supuesto que tuvo
conciencia de su mestizaje, de la raigambre cultural de una raza vencida, con
la consiguiente madurez y profundidad de sus poemas. El desamparo, la pérdida
del amor, también potencializan a sus poemas, dándole una gravedad
característica.
Jaime
Sabines utiliza una expresión enérgica, aunque cotidiana. El sentido es propio,
sin que por ello soslaye el lenguaje figurado. Todo en Sabines es sensitivo:
hasta a Dios es posible tocarlo, o negarlo según se presente la ocasión. Algo
sobre la muerte del mayor Sabines es un cántico universal que invoca el amor
filial. Grave, crudelísimo, el poema exalta la caída del “héroe moral”: el
padre muerto. El cántico capital de Sabines tiene una secuencia casi
cronológica: describe los acontecimientos objeto de su salmodia: la enfermedad
del padre, el tratamiento en el hospital, su fallecimiento; recuerdo de los
padecimientos como motivo para manifestar el transcurso de la existencia, los
funerales –con su descripción fonética vía los responsos agrupados del VI al
VIII cantos– hasta desembocar en la reflexión y conceptos sobre la muerte;
también representa una dolorosa meditación sobre el sentido del mundo y de la
vida frente a la presencia de la degradación física.
En
cambio Enoch Cancino Casahonda construye su poesía con sencillez y soltura,
elaborando paisajes íntimos y ventanas campiranas. En “Noquis” Cancino hay
sabiduría, conocimiento del mundo, del conflicto interior del ser humano,
además de su expresión cotidiana donde vibra la provincia. Por ello describe
con soltura ese mágico instante en que los seres humanos nos recobramos. Cada
poema expresa sabiduría, el conocimiento que deviene en experiencia, gracias a
la madurez con que observa al mundo y lo construye líricamente. Es el primer
Académico de la Lengua y autor del celebérrimo Canto a Chiapas.
Juan
Bañuelos participó, en su momento, en el grupo de poetas conocidos como La espiga amotinada, quienes postularon
una propuesta lírica surgida de una fuente común: la exaltación, la ira y la
subversión de los cánones literarios. Diferentes entre sí, los “espigos” surgen
como un grupo político-literario en una etapa crítica para el país, sobre todo
si se recuerda la huelga ferrocarrilera en 1958, con Demetrio Vallejo a la
cabeza, y que hizo coincidir, políticamente, a José Revueltas con estos
escritores; vale resaltar, además, el movimiento magisterial, el asesinato de
Rubén Jaramillo, como otro parámetro histórico para comprender la importancia
de esta corriente literaria. La poesía, para Bañuelos, responde a las
necesidades de la colectividad como principio irreductible. Acaso por lo mismo
el título de su primer libro sea un indicador: Puertas del mundo (1960). El mejor Bañuelos es el que canta el
sentimiento mismo del hombre, el que observa a la humanidad desde su
perspectiva amorosa. Quiero insistir en el aspecto amoroso del autor de Espejo humeante (1968), soslayado por la
crítica. Bañuelos es, por supuesto, un ser sensible que busca reflejar la
realidad a partir de las herramientas que tiene a la mano: su conciencia de
hombre y su voz de rapsoda. También es un cronista cuya bitácora lírica va describiendo ritmos y
sensaciones, circunstancias y acontecimientos. Las voces de la historia van de
la mano de los mitos indígenas. Evocación, deslumbramiento, entonación sacra,
incluso en la conciencia colectiva que es su poesía.
En
su momento, la iracundia verbal de Óscar Oliva da paso a la ternura, a las circunstancias
sociopolíticas e históricas. Erótico y sensual, este autor vuelve una y otra
vez a la posesión del lenguaje, donde la función expresiva y comunicadora cobra
nuevo sentido al incorporar al discurso lírico el empleo de flechas, círculos y
otros símbolos pictóricos y tipográficos, como ocurre en estado de sitio
(1972). Su intencionalidad expresiva lo lleva a desembocar en el ritmo de la
prosa, sacrificando muchas veces la imagen. Es decir, la poesía de Óscar Oliva deviene
de la zozobra cotidiana y marcha abruptamente en un discurso pleno de libertad
metafórica, de ahí el uso del verso largo, como versículo, para determinar su
densa respiración. Las enumeraciones son golpes, peñascos que caen y percuten
con violencia. En Trabajo ilegal
(1985), independientemente de sus contenidos políticos, intenta la reflexión
sobre la función poética. De esta manera forja una voz que se vuelca sobre sí
misma. Evolución e involución lírica, a la que sigue el expirar y renacer de la
palabra.
Aunque nacido
en Huixtla, Chiapas, hacia 1942, Roberto López Moreno crece al mundo y a la lírica
en la ciudad de México y escribe poesía acaso como una condena, o mejor: como
una necesidad vital que le permite hacerse y rehacerse. Poesía adentrada en la
vertiente de la lengua popular: voz, ritmo y pasión que se hermanan en el eco
dormido de los dioses tutelares; sentencia humana que nace al impulso de la
guitarra. López Moreno hurga, también, en la génesis del mundo. Y todavía más:
lo inventa. Alegato desde el saurio,
por ejemplo, constituye un canto cósmico donde el conocimiento y la palabra se
transforman en un enorme saurio que se engulle a sí mismo; aquí todo tiene
lugar: el mito, la historia, la histeria, la retórica. Y los cambios de
puntuación, los juegos gratuitos de palabras que, de tan reiterados, se
nulifican y molestan al corpus
general del poema. Las imágenes, empero, atruenan el espacio lírico con sus
destellos fulgurantes. López Moreno juega, se desborda, se deja llevar por la
musicalidad de las palabras. Pero en su pecado lleva la penitencia: frente a
insólitos hallazgos, caídas imperdonable; cacofonías y aliteraciones cabalgan y
se encabritan hasta arrojar por tierra sus buenas intenciones.
En
cambio la voz de Elva Macías (1944) marcha decantada, rigurosa en la selección
de los vocablos; temas y descripciones fluyen a través de estructuras formales
definidas por los especialistas como cuplings
o apareamientos; expresiones que asumen estructuras peculiares. Elva Macías
recurre a la fluidez expresiva. El tono, la respiración y las imágenes cabalgan
sobre el sentimiento íntimo (y objetivo, empero). El lenguaje de la autora se
derrama, se “escancia” sobre la copa del poema, del sentimiento mismo.
Inmerso
en la sonoridad de la Palabra, imbuido de esa fuerza volcánica, telúrica, Raúl
Garduño se irguió con toda su potencialidad lírica desde sus primeros poemas,
publicados en el volumen colectivo Poesía
joven de México (1967). Paisajes marítimos, de belleza cosmogónica, inundan
sordamente los hallazgos líricos, los constantes deslumbramientos que
configuran su sentimiento particular. Fallecido en plena juventud, Garduño supo
que la naturaleza, esencial en su corpus lírico, era un motor genérico y
totalizador. Para este creador la poesía representaba una serie de presagios,
símbolos y señalamientos que, de manera precisa, ocultaban esa otra realidad,
acaso la más exacta y perfecta: la de las esencias. En su obra encontramos
diversas características que confirma este aserto: el tono recitativo, propio
del canto y la declamación, expresado mediante estructuras anafóricas y
epítomes y reiteraciones.
Joaquín
Vásquez Aguilar (1947-2001), otro juglar desaparecido, es un lírida que va
desparramando su voz en golpes de humanidad, donde el calor, el mar, los días
oscuros, los cambios de estación, se dan la mano con la esencia poética; por lo
mismo, su primer poemario, Cuerpo adentro
(1977) representa la crónica de su alma vista a través de a naturaleza, la cual
le dio su cualidad y calidad estética, sus núcleos axiológicos. Imágenes sugestivas,
golpeando el ritmo, la melodía, irrumpen en esta propuesta evocadora de
Vallejo. Atmósferas e intenciones creadas en virtud de la sintaxis violentada
son las características de Vásquez Aguilar.
Originario
de Ocosingo, Efraín Bartolomé (1950) rescata la visión del Idilio salvaje y como Manuel J. Othón canta e invoca a la
naturaleza; la convoca para manifestar que su discurso deviene de los astros,
como expresaba Huidobro; basta y sobra citar el primer canto de Música lunar (1992) o los poemas de Ojo de jaguar (1990) para signar lo
anterior. Lo plástico y sensual de Bartolomé repercute en su imago mundi: la naturaleza. También hay
acentos neocreacionistas; su expresividad lírica representa una cópula
singular, donde el amor se fundamenta en la realidad. En Bartolomé se advierte
un profundo lirismo, donde la poesía es unión, comunión, signo sagrado. Lo
sacro de la existencia, como tema único poético, se devela en su obra. Por lo
mismo, también hay expresiones testimoniales, afirmaciones y contundencias para
enmarcarse en el flujo continuo de la humanidad. El ritual del bardo se
consuma: el paisaje es una sutil palpitación, la evocación de un rito, una
mágica liturgia.
A Socorro
Trejo Sirvent (1954) la hemos leído mal. O la hemos ignorado por décadas. Así, de tan cercana, la figura
sencilla de Socorro Trejo Sirvent (1954) ha vuelto transparente, casi
invisible, a la artista cuyo sentido de la emoción se revela en la
Palabra de manera expresivamente insólita. La mujer –madre de familia, ama de casa, etcétera– ha ocultado a la
poetisa constructora de mundos y espacios, a la poeta de gran envergadura cuya
dimensión lírica debe ser apreciada en virtud de que a través de su obra ha
sabido forjar los aspectos más terribles y dolorosos de lo bello, revelando al
espíritu como función suprema. En su poemario inicial, Para decir mañana, Trejo Sirvent enuncia reminiscencias emocionales a través de la Palabra,
develando lo que a los ojos profanos puede parecer oscuro e impenetrable,
puesto que el Poema no es el simple conjunto de líneas resonantes, sino un
estado de ánimo profundo, una imagen develadora que condensa la conducta
cotidiana. Por eso es capaz de evocar al abuelo Octavio, o bien observar lo que
acontece “Desde el tejado” o lo que ocurre desde un “Haz de luz”:“El día lanza su llama que fustiga/roja
presencia que deslumbra la memoria/avanza/como río que fluye sobre la piel del
mundo”
María del
Rosario Bonifaz (Comitán, 1957), heredera indiscutible del vigor que
caracteriza a la poesía chiapaneca; cadencia rítmica gracias a las anáforas
reiteradas, particularizan su obra todavía incipiente, pese a sus tres libros
publicados, y que aguarda entronizarse a plenitud en el ámbito de la lírica
nacional. Por supuesto que entre los más recientes autores, Mario Nandayapa (Chiapa
de Corzo, 1965), es quien más se enlaza en esta tradición. Su reciedumbre
discursiva está llamada a exteriorizarse en un cántico ancestral, revelador,
producto de su raigambre idiomática, mítica.
De los autores que surgen
de la antología Jóvenes poetas de Chiapas
(1986), Uvel Vázquez (1963) es, acaso, quien tiene una voz particular. Los 20
poemas de su poemario Paradigmas de
un mismo paisaje (2009) demuestran los amplios recursos metonímicos
integrados a la dinámica del poema, a la voz lírica que se eleva para
establecer, con precisión, los avatares del mundo. Por ende, precisa: “Extiendo
mi ocio a lo largo de mí/ y lo habito como hombre agónico/ y escribo con mis
dedos sin uñas…” De manera que la mirada del autor escudriña, hurga en el
sentimiento como una memoria futura que contiene esos Paradigmas de un mismo paisaje: el
hombre universal, ese individuo, único desde luego, que contempla el ámbito
social, el hambre, la naturaleza misma que habla en voz de las festividades,
del imperio, de los centros ceremoniales donde la Reina Roja y Pakal aún
reinan.
Se suman a
estas voces autores más connotados, como José Falconi (1954), Manuel Cañas
(Chilón, 1956) y Yolanda Gómez Fuentes (Tapachula, 1965), al igual que Adolfo
Ruiseñor, Roberto Chanona, Marlene Villatoro o Nora Piambo, así como a Víctor
García (de Acapetahua, 1970), sin olvidar al ya desaparecido Francisco R.
Gordillo (Comitán de Domínguez, 1970-2002) o más recientemente Víctor Avendaño
(San Cristóbal de las Casas, 1970) y Fernando Trejo (Tuxtla Gutiérrez, 1985). Por
supuesto que además hay otros autores que apenas van forjando su obra. Gladys
Fuentes Milla, radica en Tabasco, Elda Guzmán, quien continúa persiguiendo el Alba desnuda, Enrique Hidalgo Mellanes,
María Auxilio Ballinas y Marvey Altúzar.
Después de
Bartolomé hay autores invaluables, como Roberto Rico (Cintalapa de Figueroa,
1960), Eduardo Hidalgo (Huixtla, 1963) y Juan Carlos Bautista (Tonalá, Chiapas,
1964), quienes a mi juicio integran una tríada de interesante relevancia, no
sólo por su tono y expresividad rítmica y metafórica, sino por sus pretensiones
estéticas de hurgar en temáticas más presentes. Metros y ritmos en puntual
equilibrio; significados con un sentido, una intención estética más que
existencial, caracterizan a la poesía de Roberto Rico, de manera que su obra
alcanza una excepcional dimensión lingüística. Un caso inusual en Chiapas,
donde le cántico se desborda y el tono recitativo se congrega alrededor del
paisaje; el autor se atreve a husmear en versos endecasílabos y heptasílabos,
en metros alargados, buscando un efecto rítmico propio, particular, donde los
adjetivos reveladores, que más que limitar, amplían el horizonte semántico del
sustantivo.
Con
dos poemarios inusitados –Lenguas en
erección y Cantar de Marrakech–
Juan Carlos Bautista revela una voz vigorosa, impactante, donde los sentidos se
enervan en un tiempo apretado, en un espacio profanamente sacro; la eternidad
de la piedra, la dimensión estéril del amor entre efebos, se erigen como un
bárbaro sobre un campo de trigo. Su poesía puede registrarse como una crónica
única, insólita, del placer, de la morena brutalidad, donde ángeles
pérfidamente suntuosos, adoloridos, descienden al insurrecto jardín del
placentero Edén. Si alguien puede denominarse Poeta, después de Bartolomé, es
indiscutiblemente Juan Carlos Bautista, quien aborda una temática homosexual.
Por su parte
Eduardo Hidalgo, en su primer libro, Eco
negro, demuestra que tiene recursos estilísticos suficientes como para
enhebrar una obra luminosa; su voz oscila entre la experimentación versicular,
hurgando en los espacios vacíos, en los silencios y e la cotidianidad minuciosa
de la experiencia vital. Pero en este poemario inicial, el tono elegíaco
predomina. La última de forros es reveladora: “Eco negro es un canto por lo perdido, lo revelado y hallado en la muerte. Una
estética palpitatoria de lo recobrado entre los escombros de lo citadino y el
encuentro filial e intemporal del nosotros”.
Es válido
agregar a Balam Rodrigo (Villa de Comaltitlán, Chiapas, 1974), diplomado en
Teología pastoral, biólogo y exfutbolista, quien a pesar de su vocación de
poeta escribe artículos de divulgación científica. Premio Estatal de Poesía
Raúl Garduño (Chiapas, 2004), Premio Estatal de Crónica César Pineda del Valle
(Chiapas, 2005), Premio Regional de Poesía Ydalio Huerta Escalante 2005 y
Premio de Poesía Joven Ciudad de México 2006. Autor de varios títulos de
poesía, entre los que destacan: Hábito lunar (2005), Poemas de mar
amaranto (2006), Libelo de varia necrología (2006 y 2009).
Becario del Programa de Estímulo a la Creación y el Desarrollo Artístico
Coneculta-Chiapas 2005 y 2007. Radica en la ciudad de México.
Por
supuesto que el autor de este trabajo se excluye del recuento crítico por
razones obvias, aunque es válido destacar lo siguiente: Según El poema seminal: “En la literatura mexicana, el nombre de Óscar Wong (1948) es sinónimo de
persistencia, de constancia. Durante casi 40 años ha luchado contra todo para
forjar una escritura que se sostiene por sí misma, fiel al lenguaje, a la
búsqueda de la poesía y a sus propias leyes internas. Sus raíces, la china y la
chiapaneca, están plenamente amalgamadas en su trabajo creador, sin mostrarse
aparatosamente. De ahí que su poesía es un continuo triunfo sobre la armazón
idiomática de que está hecha. Además, el magisterio casi silencioso y la
continua indagación crítica de que ha hecho alarde, sostiene a Wong como
alguien que ha podido superar con creces las limitaciones del capillismo y el
sectarismo, tan marcado en estas lides”.